Yo tuve un 600

No recuerdo su matrícula. Lo vendí y con él se fueron los papeles. No sé si tengo siquiera una foto con él. Era un 600 de color blanco. Me fie de Javier, el hijo menor de Aurora, que me aseguró que el coche estaba en perfectas condiciones y lo compré, a poco de tener el carné y en previsión a que me dieran plaza fuera de Barcelona. Tampoco sé a ciencia cierta qué pagué por él pero no sería mucho al tratarse de un coche de segunda mano.

Sería el año 79… 

El 600 fue mi único coche. Después no he tenido ninguno más. La familia, sí; yo, no. Digamos que me llevaba a todas partes no sin cierta reserva. Era incapaz de ir de Barcelona a Badalona – donde vivían Rosa y Benito – sin calentarse, obligándome a parar en el arcén de la autopista, dejarlo reposar y arrancarlo de nuevo. Recuerdo especialmente una tarde del mes de junio, a todo sol, parada algo más allá de Fabra y Puig, a la altura de Sant Andreu. Y si sólo ocurriera de día, hubiera sido todo un éxito pero también le daba por pararse de noche, en el lugar más inoportuno – la calle Aragón, a la altura de Sicilia- ante la presencia de un guardia urbano que de forma muy insolente me exigía que retirara el coche de la calzada. De ayuda, nada… Ante su insistencia y mi poca destreza acabamos discutiendo y yo me llevé una multa por desacato a la autoridad. Todo porque aquel montón de chatarra con marchas, pintado de blanco se había obcecado en no avanzar. 

Quizás el episodio más destacable fue su robo un día señalado: 28 de diciembre, día de los santos inocentes. Lo habíamos dejado aparcado, después de una noche de juerga, en la calle Vilamarí, entre Diputación y Gran Via, justo detrás del kiosco de prensa. Cuando fui a buscarlo, ni rastro de mi 600. Volví a casa, desperté a mi hermana y le pregunté por el lugar dónde lo habíamos dejado. Repitió con voz dormida el punto en que yo tenía claro haberlo aparcado. Volví. El coche no estaba. Tampoco había un triangulito amarillo en el suelo, conforme se lo había llevado la grúa. Era una evidencia… me habían robado el 600. La comisaría estaba cerca, al lado de la pastelería Barcelona. Esperé un rato en un lugar anodino e inhóspito antes de poder denunciar el robo. El agente que me atendía me pidió los papeles del coche… ¡estaban en el bolsillo lateral, al lado del asiento del conductor! Me pidió el número de matrícula… ni idea. ¿Cómo denunciar el robo de un coche del que no se sabe ni siquiera la matrícula? A  veces, soy de reacción rápida y, en ese momento, lo fui. Llamé a Albert Cuello – el mecánico – que la tenía anotada en el largo registro de reparaciones de mi cochecillo… Fue mi salvación; pude formalizar la denuncia.

Y ahora venía la segunda parte: esa misma tarde me iba a Soria, a pasar el fin de año, días que serían fríos y en los que descubriría que antes de cenar la gente salía, pese al frío, a tomarse una copa de cava en plena calle, animada por las charangas que iban de plaza en plaza. Como no tenía intenciones de renunciar a mi viaje, redacté un permiso, una autorización, para que mi hermana, en caso de que apareciera el seiscientos, pudiera hacerse cargo de él.  Y el caso es que apareció al día siguiente, cuando yo ya había puesto casi quinientos kilómetros de por medio. Llamaron a casa y Mercé y mi madre se presentaron en comisaría. El coche estaba en un depósito de Hospitalet. Los guardias – cuando fueron a retirar la denuncia- les preguntaron si querían ir ellas en transporte público o preferían que las acompañaran en coche. Evidentemente, la comodidad pudo más pero en ningún momento sospecharon que las subirían a la parte trasera de un furgón policial. Mi madre aseguraba que nunca había pasado tanta vergüenza, ella, con abrigo de piel (aquel espantoso y voluminoso abrigo de nutria), pensando que los demás creerían que iba detenida, metida en la parte trasera del furgón como ladronzuela que se había agenciado el abrigo de piel … Pues eso, recuperaron el coche y lo trajeron de nuevo al barrio, no sin advertir que los que se lo habían llevado a dar una vuelta, lo dejaron abandonado en un descampado y nos lo habían devuelto con el depósito lleno. ¡Impensable!

El 600 y el troncomóvil de los Picapiedra tenían una cierta semejanza. Había que advertir al que se acomodara en el asiento del copiloto de que la chapa del suelo estaba inestable, es más, que podía encontrarse moviendo los pies por el asfalto. Y no era el único riesgo que sufría el acompañante. Viajar en mi cochecillo era siempre una aventura. Y el hecho es que tuve que dejarlo el día en que Silvano me lanzó el ultimátum: “el 600 o yo”. Después de eso sufrí una de las más grandes decepciones de mi vida: me quedé sin coche y no se me permitió conducir. Hasta hoy, que sigo sin tocar un volante.

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